El 5 de abril de 1994 fue un día que me marcó la vida sin siquiera darme cuenta hasta mucho tiempo después. Para esa fecha yo vivía en el pasaje Hernando de Magallanes, con mi mamá y mi hermana, además de una señora que arrendaba el segundo piso de la casa donde estábamos. En ése pasaje fue que tuve a mi primera polola. Casi no alcanza a clasificar como tal porque la relación en verdad duró con suerte una semana, pero para la edad que tenía estaba bien, no necesitaba más.
A media tarde de ese 5 de abril, el Federico, hermano de la Carmen, mi polola, salió de su casa con cara de gato atropellado y nos contó la última terrible noticia del mundo de la música: el legendario Kurt Cobain había muerto. En realidad en esa época yo no tenía idea de quien cresta era Kurt Cobain. No sabía que era el vocalista de Nirvana- tampoco conocía el grupo- ni que su muerte significaba una pérdida terrible para el Grunge.
Años después, ya sabiendo quién era y después de haberme atiborrado de videos de Nirvana en MTV mientras la familia compartía la tarde en la casa de mis abuelos, empecé a darme cuenta de que la pérdida también era para mí. El grupo me gustaba. Mucho. No entendía las letras- y hasta el día de hoy hay veces en que me dejo llevar más por el ritmo y la rabia de Kurt que por el significado de lo que está gritando- pero sabía que ahí había algo poderoso, algo importante para mí generación.
Kurt Cobain marcó las primeras veces que me tomé unas chelas con mis amigos, las primeras veces que me curé con ellos, las primeras veces que, por despecho, en vez de mandar una carta patética, me encerraba en mi pieza a cantar a todo pulmón el disco entero de Nirvana “Unplugged”; marcó tardes de dibujo, de rabia, de llanto, de relajo. Y eso es arte, eso es lo que provoca el arte. Ése era el arte del rubio con chaleco de abuelo que era Kurt Cobain. Así como Pearl Jam o los Stone Temple Pilots cuando sonaban en la Rock & Pop, Nirvana marcó mis pulsaciones, mi estilo de vestir, mi filosofía de vida y mi forma de mirar el mundano mundo.
Ahora, en camisa y corbata, sentado frente al computador mientras espero que se cumpla la hora de colación y tenga que empezar a hacer mis cosas de nuevo, extraño a Kurt. Me hace falta alguien que pueda gritar mierda desde un escenario y me haga sentir ganas de yo también hacerlo en la calle. No digo que esté viejo ni muerto ni mucho menos, pero a pesar de que el almuerzo estaba rico, necesito en la boca el sabor de esas chelas con mis amigos y un par de acordes de los que no hubo nada más nuevo desde el 5 de abril de 1994.
Esta es la última vez que escribo en el aeropuerto. La última vez que escribo estando en Miami, y también en Estados Unidos.
Estuve por más de tres meses aquí. Cinco días de ese tiempo, estuve en este aeropuerto. Estoy cansado, no tengo un peso (dólar en este caso) pero estoy feliz. Ya queda nada para volver a Chile, ya comencé mi viaje de vuelta. Se siente bien. Vuelvo con muchas cosas. No plata, por supuesto, pero sí habiendo vivido una experciencia única, grande, inolvidable. De hecho, creo que no vuelve a Chile el mismo que se fue hace tres meses. Quiero verlos a todos, que no sé si serán los mismos tampoco. Quiero respirar el aire chileno, ver mi cielo, ver... a muchos.
Me voy como volví en cuanto a emoción. Quizás más impaciente por las ganas que tengo de volver, pero sin sensaciones raras, penas, euforia, nada. Me voy y hasta acá llegan las letras; dejo atrás muchas más cosas buenas que malas y, espero, en adelante vengan aún más buenas. Las cosas malas son la semilla de algo bueno. Depende de con qué agua las reguemos, los frutos que podremos obtener.
Aquí aprendí- creo- a regar con agua dulce, clara, agua positiva.
Mi último día en el aeropuerto, mi último día en Miami. Mi último día en Estados Unidos.
Espero- y quiero- que a partir de mañana comience el primer dia de una nueva vida en Chile. Mi Chile.
Ni anoche ni hoy me calentó escribir. Si bien los últimos días en Naples descancé, acá lo he hecho aún más. Como acá las libertades son lo mas importante y sin tarjeta de crédito no me puedo conectar a internet, me he despegado mucho del mundo. Mi mundo de Chile.
Hace ya cuatro días que no hablo con mis amigos. No me he conectado a Facebook, MSN, Skype, nada; y a decir verdad, he estado lejos de aburrirme. Aunque quizás mañana, mi último dia en USA, me muera de hambre, opté por comprarme dos novelas. Creo que ya lo había escrito. El tema es que son buenísimas, son parte de una trilogía y están en inglés.
Son las 8:20 de la tarde y he estado prácticamente todo el día leyendo. Me dormí a las 6 de la mañana, desperté a eso de las 12 más menos y desde ahí que no he parado.
Aparte de leer también he pensado. Aunque eso lo he estado haciendo la mayor parte del tiempo que he estado acá en los Estados Unidos.
He pensado en mi familia, amigos, en mi mismo y lo que tengo por delante. El no tener internet me ha hecho aprovechar el tiempo de una forma a la que- lamentablemente- no estoy acostumbrado.
Estando acá pasaron cosas en Chile. Cosas grandes, curiosas, inolvidables y notables. Se siguió escribiendo la historia y, a pesar de estar lejos, me mantuve involucrado. Estando tan lejos, fue el periodista también el que me ayudó a mantenerme un poco más cerca.
Conversaciones inolvidables, declaraciones. Todo ha ido quedando en mi memoria. Todo ha sido complemento para lo que viví acá. Todo me ayudó a vivir de mejor forma lo que vivi acá.
Hace unos días ya pensaba en hacer recuento de esto. Y estaba equivocado. El recuento va a ser después, cuando vuelva a Chile, cuando recuerde y cuente anécdotas, experiencias y cosas que reflexioné. Ese va a ser el momento de los recuentos, ahí creo que voy a tomar la dimensión que esto tuvo y tendrá en mi vida.
Mi vida ya no es la misma. Chile no es el mismo, mi familia y mis amigos tampoco. Yo, creo, no soy el mismo. Y me gusta. Me gusta poder haber vivido algo que me va a hacer apreciar más lo que tengo, la gente que me rodea, las oportunidades que se me presentan... todo. De cierto modo, siento que di un paso enorme para encontrar la clave, lo que tengo que hacer y cómo tengo que hacerlo para ser feliz.
Queda menos de un día para por fin, despegar e iniciar mi regreso a casa. Menos de dos días para volver a ver la cordillera, el cielo, la gente chilena. Lo estoy esperando. No sin aprovechar el estar acá, pero lo espero, y se que será genial.
Probablemente escriba más tarde. Ahora seguiré leyendo, parando de vez en cuando sólo para observar, respirar hondo, pensar en que falta menos para llegar a Chile y seguir con estos libros que no me llenan la guata, pero sí los sesos.
Almuerzo. Fuí a Subway pero estaba muy lleno. Nuevamente comí en el Burguer. Hoy fuí al consulado chileno, acabo de llegar de ahí. Me fue bien!, ahora si me siento más cerca de Chile, ya falta poco.
Me dediqué a conversar con una familia que estaba en el consulado. En un plasma, cerca de la puerta de entrada, se veía el matinal de TVN. El consulado en sí, como oficina, es feo, pero me pareció lo mejor y más acojedor que había pisado en mucho tiempo. Era un pedacito de Chile.
La familia con la que hablé llevaba cuatro años viviendo acá. El papá (Fernando) era el prototipo de chileno clase media, de piel semi morena, mucho pelo y bigote canoso, con la "talla"- broma- a flor de piel. La mamá era notoriamente más callada, de hecho, no recuerdo su nombre. Junto a ellos estaba la hija, de quien tampoco tengo un nombre claro en la memoria. Era una niña de 14, de piel blanca, ojos muy brillantes y una sonrisa sincera, despreocupada.
Por último estaba Jéssica (o como se escriba) que en realidad nunca me dejó muy claro quién era ella dentro de la familia pero sí que era parte de ella.
Hablamos de todo un poco, aunque la conversa empezó por la foto de la Bachelet, aún se puede ver en la oficina, mientras que la de Piñera brilla por su ausencia. Eramos ahí, todos de oposición.
Lo curioso fue cuando comenzó a llegar más gente. Sin quererlo, en un segundo me di cuenta de que se había dado algo así como una reproducción a escala de Chile y su población.
Llegó una familia rubia, de hija única y ropa típica. Camisa Polo, Cartera Louis Vuitton, zapatos innegablemente de cuero y silencio absoluto despues de un tímido saludo (una inclinación leve de cabeza sumado a un movimiento de labios insinuando un "buenas").
Aparte de ellos, el resto (mi familia amiga y unas cinco personas más aparte) todos eramos representantes de algo de la realidad chilena. Estaba la minoría totalmente distinta, los que enfrentan el mundo con cara de chiste de mal gusto o público de cementerio y los que hablábamos hasta por los codos, nos reíamos, y apoyábamos una y otra vez lo que decíamos sobre la presidenta y el nuevo recién electo.
Ellos vuelven a Chile el domingo. Sólo la Jessica se queda acá. Dice que aún tiene para un par de años, aunque también dice que no soporta a los cubanos y que no se queda a vivir definitivamente en Miami "ni cagando".
Creo que podría ir a ver a Valpo a los que se van. Son simpáticos, sencillos y amistosos. Típicos chilenos.
Al final me llevaron de vuelta al aeropuerto. Esta sigue siendo una muy buena experiencia. Bendito aeropuerto.
En regla ya es lunes. Es la una de la mañana y estoy sentado fuera del aeropuerto, en el "jardín de los fumadores".
Después de haber almorzado salí a este mismo lugar para fumar mientras leía. No alcancé a avanzar muchas páginas antes de que se me acercara un tipo para pedirme fuego y me empezara a hablar. Creo que de ahí se empezó a dar una sucesión de cosas un poco..."raras", aunque en el contexto de estar alojando en un aeropuerto, ya no sé bien qué puede ser considerado como extraño o fuera de lo normal.
Acto 1: El fuego hace dinero.
El tipo que me pidió fuego quería conversa. En un primer momento, fui corto de palabras, pero por educación seguí. Así fue como me contó que ha recorrido prácticamente toda Sudamérica mochileando. Me habló de cómo se internó en el Amazonas, se gastó todo lo que tenía en una juerga con una mujer (mujeres...) y terminó siendo ayudado por unos marineros que, además de darle comida y más juerga, le ayudaron a conseguir un trabajo.
Su idea principal era llegar a Ecuador desde Paraguay atravesando la Amazonía por Brasil, pasando por Perú para luego llegar a su destino.
Y aunque se había gastado todo con una mujer al comienzo, el trabajo que le consiguieron era de camionero y precisamente tenía que llegar a Ecuador. Vueltas de la vida! (o como quieran llamarle).
Luego preguntó por mí. Le hablé de mi experiencia con los rusos, mi trabajo en Publix, etc. Cuando ya habíamos hablado por cerca de media hora, el tipo miró su reloj, se puso de pie y de su billetera saco 20 dólares que me dio con un "buena suerte".
Así sin más, llegó y se fue mi ayuda del día.
Acto 2:"Colombia- Costa Rica- Santiago- La Serena".
Minutos antes de que apareciera el personaje anterior, un tipo moreno y de pelada brillante estaba sentado en frente tomando sol. En un momento noté que con su mano derecha doblaba el tallo de una planta y en mi cabeza apareció la voz de mi vieja cuando me veía a mi hacer lo mismo: "¿Qué te ha hecho la planta?".
De vuelta al momento en que ya había recibido los 20 dólares de regalo (como caídos del cielo) el tipo de la planta me habló: - De donde eres? - De Chile y tú? - Colombia - Colombia!, he conocido a varios de por allá- dije- muy buenas personas- terminé mientras el tipo sonreía con una corrida infinita de dientes bien blancos.
El diálogo siguió. El colombiano, que resultó llamarse Jaime, es empresario chasquilla; es decir, trabaja en todo. Vende insumos a mineras, petroleras y además trabaja en el rubro del turismo.
Me contó que está casado hace tres meses y que está en Miami para montar un stand de su empresa en la Expo Colombia, que se va a realizar acá.
Resulta que al Jaime le interesó que yo haya trabajado aquí y que sepa inglés. Y le interesó porque -según dice- necesita gente para sus fincas de vacaciones, que acaba de abrir en Costa Rica. En palabras simples, me ofreció trabajo allá. Junto a eso, le hablé yo también de Chile. Promocioné las bondades de mi tierra y, obvio, le hablé de La Serena.
Por raro que parezca, hablamos de negocios (cualquiera que me conozca sabe que ése no es precisamente mi campo) y le hablé de un proyecto para el que necesito capital. Ahí vino una segunda rareza, pues Jaime, seriamente, me pidió un informe, mejor dicho un estudio de mercado de La Serena, con fotos, información, etc.
El asunto es que si ve oportunidad de negocio, el colombiano al que conocí en el aeropuerto de Miami, mientras alojo acá porque no tengo para pagar otro lugar, ponía el capital. Todo esto dejándome claro que el que administraría el negocio sería nada más y nada menos que yo ¿Que tal?
Por si fuera poco, quizás muchos de los que lean esto sepan que uno de mis anhelos no cumplidos era conocer Nueva York; principalmente porque estoy escribiendo algo relacionado a los atentados del 9/11 ¿Y qué creen? el tipo fue compañero de curso de pilotaje de uno de los 19 "terroristas" musulmanes que participó en esos hechos. Es decir, mañana (porque ahora está durmiendo a pata suelta) podré entrevistar a alguien que efectivamente conoció a uno de los protagonistas del hecho que marcó el comienzo de la nueva década, del nuevo siglo, del nuevo milenio.
Ha pasado un buen rato desdé que desayuné. Tengo Hambre, pero tengo que aguantar para cuidar la plata. Necesito una distracción.
Otro detalle- nada que ver con Chile eso sí- es el de Internet acá. Más allá de la conexión en sí, lo que me llama la atención es cómo nos meten (o nos sacan) a la fuerza en o del sistema.
El aeropuerto de Miami, con todo lo moderno que tiene, por supuesto que cuenta con Intenet Wi-Fi en todas sus instalaciones ¿El detalle? No se puede pagar con efectivo. Sólo es accesible para los que tienen tarjeta de crédito. "O te unes, o quedas fuera". ¿Libertad y democracia? sí, seguro.
Almuerzo (1:34 PM).
En todo este tiempo que estuve en USA sólo había comido chatarra el 28 de diciembre, cuando llegué por error a Panama City y caminé dos veces a Mc Donlad's mientras hacía hora esperando el bus que salía 6 horas después. Esa vez creo haber comido más por aburrimiento que otra cosa.
El tema es que desde ayer que comencé estos cuatro días de "aerotel" ya he comido más chatarra que todo el tiempo que estuve trabajando en Naples. Se me fue a la mierda la dieta sana.
Justo en este segundo se sentó en la mesa de al lado una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida y, frente a ella, su "peor es ná' ". Los dos bien gringos, rosaditos, de hablar tipo película y seguro que casa blanca con techo negro, "cochera", "aparador" y todo eso tan irremediablemente gringo. Podría apostar a que se conocieron en el baile de la preparatoria y les gusta tomar malteadas.
El punto es que ella es preciosa y apenas, con suerte, la puedo mirar de vez en cuando de reojo. Es decir, sé que podría en realidad hasta empelotarla con la mirada y lo peor que pasaría sería que se cambiarían de mesa, pero creo que no me gustaría que me hicieran algo así si es que estuviera con mi pareja. Bueno, si tuviera una.
Justo cuando se pararon para irse me di cuenta de que mis lentes estaban puestos de tal manera que la reflejaban como para deleitarse. He perdido el toque, Pero si el mismo Ronaldinho bajó su nivel, cómo no me iba a pasar a mí.
Lo genial de un lugar como este es que mientras uno observa, miles de cosas entretenidas pasan. Ahora, por ejemplo, una esposa mira con cara de toro enfurecido a su hombre que acaba de encontrarse con una amiga. Bueno, exageré quizás un poco, no se ve tan furiosa, pero sí se le marcó una vena en la frente. De todos modos, quizás algo de razón tiene; la "amiga" no tuvo problema en ponerle la mano en el poto (trasero) al tipo. Un peladito promedio que al parecer se maneja con las féminas.
Una última cosa antes de seguir leyendo: Es interesante- y me atrevería a decir que son mayoría- la cantidad de familias "confort" o de comercial de margarina. Esos eternamente felices, vestidos con mucho blanco, con papá y mamá perfectos y la pareja de hijos, obvio, también felices.
No tengo idea de cuanto dormí, pero al menos tengo buen humor. Se me hizo un tanto difícil eso sí, entre el ruido y lo incómodo que estaba, me tomó unos cuantos minutos poder pestañear más largo.
Afuera hay un sol gigante al que no sé si quiero salir a ver. Ayer aprendí a tomarle respeto. Tranquilamente me puse a leer sin una sombra cerca y ahora tengo los hombros al rojo, mientras siento más que nunca el peso de la mochila. Mientras tomaba desayuno, me fijaba en lo relativamente fácil que es identificar el lugar al que pertenecen todos los que pasan por aquí. A medida que los veo u oigo, puedo diferenciar si es que son latinos, europeos, etc. Y claro, la idea es poner atención hasta saber incluso el país del que vienen o al que van. De más está decir que hay algunos totalmente identificables. Los españoles y los argentinos son ejemplo de eso, como también lo son- obviamente- los chilenos.
Hablando de eso, finalmente ayer sí ví a unos chilenos. Supe que lo eran porque no hay otro ser sobre el planeta que hable de "estay" o "cachay". Mientras los veía y me daba cuenta de que eran de los que compran acá lo que no ha llegado al Alto Las Condes, traté, disimulada y estúpidamente- en todo momento lo considero algo estúpido, soy consciente de eso- de que la bandera que amarré a la mochila se viera, que estuviera visible.
Al final, nunca me vieron. Y fue para mejor, porque se trataba de uno de esos choclones de viejas matriarcas joyentas, de las que dan el vuelto en el supermercado y creen saber al dedillo lo que es la sociedad y sus necesidades. De esos choclones con un sólo Patricio Alberto y dos o tres José Antonio; de esos de treinta y pico, oficina tipo departamento y el auto del año comprado a lo más a seis meses, si no menos. El envoltorio característico? Una camisa Polo.
También había un par de Marías Camila, con olor a Institución Teresiana y Zara; cada una con su respectivo "bebé". Ellas no tienen guaguas.
Hago todas estas observaciones de mis económicamente aventajados compatriotas por un detalle. A pesar de muy contadas excepciones, algo que me ha gustado de acá es la cultura de la limpieza que tiene la gente. Llega a tal grado que, efectivamente- a diferencia de Chile- las personas acá botan la basura por separado entre lo reciclable o no y hasta con diferencias en lo que se va a reciclar.
Resulta que los representantes de nuestra criolla oligarquía- mientras los miraba y buscaba alguna mirada de vuelta que viera la bandera- terminaron de comer y, viéndose en la necesidad de partir, se pusieron de pie y se fueron, dejando agrupadas en una de las cinco mesas que ocuparon una ruma de vasos, servilletas arrugadas y platos sucios.
Me dio verguenza. Yo no me afeito hace casi una semana, este es mi segundo día en el aeropuerto, llevo encima la mochila y ando con buzo y camisa; sin embargo fueron ellos, bañados en Polo, apellidos y plata, los que dieron la nota baja.
Casi inconcientemente, escondí un poco la bandera, me puse de pie y fui a botar mis cosas. Creo que voy a fumar, leer al sol y más tarde volver a escribir.
Hace ya dos meses que llegué desde Estados Unidos. Ahí viví varias aventuras. Una de ellas, fue la que experimenté antes de subirme al avión de regreso, cuando alojé por 4 noches y cinco días en el aeropuerto de Miami. A continuación y durante algunos días, publicare partes de la bitácora que intenté llevar mientras recorrí los pasillos, tiendas y diferentes lugares de la que fue mi casa en esa última semana en Norteamérica. Espero les guste!
Sábado, 30 de abril de 2010. 1
Acabo de desayunar en un Burguer King. Desde ayer al medio día no comía algo. Estos días que tengo por delante serán probablemente así, en esa tónica.
Aún no estoy en el aeropuerto. Por plata anoche decidí alojar ahí los días que me quedan. Me parece mentira lo que voy a vivir. Es atípico, es raro, es tan raro que hasta una película hay de un tipo viviendo en un aeropuerto. Tom Hanks creo que trabaja en ella. Bueno, yo no voy a vivir ahí, pero alojar por cuatro días podrá quizás darme una idea aproximada.
No sé qué esperar. Eso me gusta. No sé si voy a conocer gente extravagante o si veré algo fuera de lo común; aunque creo que yo seré eso que estará fuera de lo común.
Faltan 15 minutos para las siete y terminé de comer por segunda y última vez hoy.
Es gracioso cómo, en una situación como la que estoy, la imaginación hace de las suyas. Estoy más menos desde la una de la tarde en el aeropuerto. Quizás haciéndome la idea de cómo va a ser pasar la noche acá.
Bueno, lo de la imaginación lo digo porque dentro de las 6 horas que llevo aquí, varias veces ha pasado por mi cabeza el pensamiento de “podría encontrarme con un conocido” o “un chileno solidario” que me ayudara. Claro, él o la que me ayudara se daría cuenta de que soy chileno por la bandera que amarré a la mochila como distintivo- justamente con ése propósito-. (Y también por un tema de orgullo, nacionalismo, o ayuda en esto, esta aventura. La bandera da cojones).
Aunque reconozco que he visto (y hasta mirado descaradamente) a algunas mujeres mientras fumo o leo, eso no ha sido, extrañamente, el centro de mi día.
Precisamente dije “mientras leo” porque a pesar de la escualidez de mi presupuesto- poco más de 100 dólares- entendí que iba a tener tiempo para hacer muchas cosas. Una es escribir, pero con cuatro días por delante tengo que cuidar las hojas y los calambres en la mano. En fin, me compré un libro. “La chica con el tatuaje del dragón” se llama, o algo así. Resultó ser una buena inversión porque, además de entretenido, me mantuvo sin hambre por casi seis horas.
No sé si duerma hoy. No sé si me atreva a decir verdad. Creo que me mantendré despierto hasta que me gane el cansancio.
Creo que mañana voy a ir a la playa. No sé si mi situación mejore, voy a llamar a mi viejo pero no le voy a pedir que me ayude y no creo que me lo ofrezca tampoco. De todos modos, si no lo hace, ya cuento con eso así que pienso en cómo arreglármelas con lo que tengo. Creo que esta es la mejor forma de aprender economía domestica de emergencias.
De cierta forma (aunque suene a auto engaño y consuelo) me siento feliz. No eufórico pero bien. Me siento libre, a prueba, jugando un juego donde la única forma de perder es dándome por vencido y dejándome caer en la desesperación, cosa que no haré y que no veo posible. No tengo una semilla de susto dentro. Sí emoción.
Sigo esperando a algún chileno que me vea. Que vea la bandera. Dios me da la calma, la bandera los cojones.
Había neblina. Eran cerca de las dos de la mañana y desde uno de los lujosos departamentos del barrio El Golf una luz tenue permitía adivinar dos siluetas entrelazadas.
Besos, caricias, tirones de pelo, mordiscos. Toda una tormenta de pasión se desarrollaba en una mezcla de batalla y juego, de agresión y deseo. Ambos estaban desnudos. El cliente abajo, el “gigoló” arriba.
Hacía cuatro años que había tenido su primera experiencia homosexual. Muy poco tiempo para reconocerse considerando que ya tenía 60 años y una carrera profesional que cuidar.
Cuando estaba en el éxtasis total, en el momento preciso en que sintió que cada músculo de su cuerpo se tensaba mientras lo embargaba el placer, pudo adivinar en la nuca el frío metálico de un silenciador. Antes de alcanzar a decir o hacer algo, el muchacho de turno había apretado el gatillo dos veces quitándole la vida y dejando de paso el rastro de la muerte en el espejo que adornaba la cabecera de la lujosa cama.
2
Cuando se trataba de impartir justicia, José Daniel Bruner era temido y respetado. Temido por quienes debían enfrentarlo, por aquellos que sabían que era él quien llevaría sus juicios. Respetado por el pueblo, por sus colegas y por todos quienes sabían que cuando se trataba de él, no existía la llamada “puerta giratoria” de la justicia chilena.
Llevaba 25 años en el poder judicial. Era el candidato perfecto para ingresar como nuevo miembro de la Corte Suprema de Justicia y su carrera era tan brillante como el anillo de oro que simbolizaba su matrimonio de ya cuarenta años de duración. Entre sus pares, cuando el ambiente era algo más relajado, lo conocían como “Justiniano”.
El 24 de diciembre de ese año había sido oscuro para la sociedad chilena. En plena víspera de navidad, cuando en la televisión hablaban de los preparativos para la fiesta familiar y entregaban los datos para comprar los últimos regalos, la noticia de un horrible asesinato había enlutado y conmocionado a la opinión pública: un hombre de 30 años, conocido como Daniel Santelices Huerta, había abusado de dos niñas, de trece y quince años de edad, y luego las había descuartizado para finalizar su noche de terror lanzándolas a las aguas del Canal San Carlos.
La policía había descubierto partes de los cuerpos tres días después de que las familias de las dos pequeñas, vecinas y amigas, hubieran reportado la desaparición y presunta desgracia.
Pasaron los días y Santelices cayó preso. La presión pública se hizo notar. En las afueras de las dependencias de Gendarmería cientos de personas se congregaban para pedir a gritos la prisión perpetua del “asesino navideño” como se le había apodado. Todos pedían también, que fuera juzgado por Bruner, el “Justiniano”.
Tras un proceso no muy largo que mantuvo pendientes a millones frente a sus televisores, el asesino navideño había sido condenado a prisión perpetua efectiva. Se le habían negado los beneficios de cualquier clase y se le había trasladado a una prisión de alta seguridad.
Bruner, recibió el reconocimiento de ser un juez certero. La condena social al crimen había sido total y él había sabido representar el verdadero sentir de la gente. Una vez más, Bruner había actuado y lo había hecho bien. Muy bien.
3
Ya llevaba dos años en la misma celda. Tenía que comer solo; salir al patio de la cárcel solo y sólo podía tener acceso a libros que le entregaran sus familiares, previa revisión de personal de Gendarmería. Las únicas visitas que se le habían permitido eran de las dos personas que constituían su familia: su hermano Ricardo y su madre Ana.
Habían bastado sólo algunos mesespara que se hubiera sentido arrepentido. No lograba explicar qué era lo que lo había llevado a asesinar a las niñas. Sí sabía qué lo había motivado a abusar de ellas. Le gustaban, ellas lo habían seducido, le habían buscado, como si de hembras en celo se tratara. Pero el asesinarlas...
Recordaba una furia ciega. Recordaba que de un segundo a otro, cuando las vio frente a él, golpeadas y sangrantes, su visión se nubló y luego se dejó llevar por un impulso de rabia, de irracionalidad, que jamás habría sido capaz de controlar. En ese momento, pensaba, podría haber cortado cadenas como mantequilla con tal de descargar su castigo frente a esas dos provocadoras.
Recordaba los minutos en que tomó el cuchillo, mientras ellas sollozaban, incapaces de gritar pidiendo auxilio producto de sus estómagos faltos de aire. Recordaba cuando escuchó los gorjeos de ambas gargantas rebanadas, y cuando la carne se partía al paso del filo.
Llevaba más de un año con esos sonidos e imágenes dando vuelta en su cabeza. Sabía que jamás saldría de las cuatro paredes en las que estaba. Su vida, se habría de terminar entre las sombras de las rejas y nadie, quizás ni siquiera su familia, lloraría el final de su existencia.
4
El incendio había comenzado a las dos de la mañana aproximadamente. Una de las alas cercanas al sector de máxima seguridad era objetivo de un motín y, por más que los gendarmes intentaban controlar a los reos, el ambiente era el de una auténtica batalla campal.
El objetivo de los presos no era escapar. Su motín era la fase final de una larga planificación. Ya hacía cerca de un año, Oscar Luís Sepúlveda, un hombre de 37 años, había caído en prisión luego de atacar a un carabinero que intentaba cursarle una infracción. La pateadura que había propinado al policía había sido tal, que recién cuando Sepúlveda llevaba cuatro meses preso el uniformado había salido de un estado de coma que por momentos se pensó, lo llevaría a la muerte.
Aunque nadie se había mostrado capaz de entender los motivos que habían llevado a Sepúlveda a atacar así al policía, él sí tenía todo muy claro. El motín era parte de esa visión, de ese frío cálculo que llevaba en su cabeza desde hacía ya tiempo atrás.
Entre todo el movimiento, el humo, los gritos y la confusión del motín, nadie sabía cómo, Sepúlveda había logrado acceder a la zona de alta seguridad y, consecuentemente, a la celda de Santelices. Una vez ahí, simplemente se había dejado poseer por una furia extrema y, en memoria de sus hijas descuartizadas, había pateado, acuchillado y torturado al asesino navideño de tal forma que, de no tener la certeza de que ésa era su celda, los peritos médicos no habrían podido identificarlo. Sepúlveda hasta se había dado el tiempo de sacarle todas las piezas dentales y las huellas digitales a Santelices mientras estaba vivo, para después arrojarlas por el inodoro.
Nadie se había mostrado afectado cuando se supo la noticia del asesinato de Santelices. De cierta forma, lo encontraban justo. Más de alguien sentía y decía en las esquinas en que se hablaba el tema, que habría hecho lo mismo. La familia del asesino ahora brutalmente asesinado había guardado el más absoluto silencio. Ni siquiera había salido en las noticias el llamado de la madre del hermano menor de Santelices, que ahora sufría el dolor de la desaparición de su hijo menor.
Tres años más tarde, cuando a las 12 de la noche del 23 de diciembre “Justiniano” había llegado al departamento de El Golf (que arrendaba bajo otro nombre hacía algunos meses) y había marcado el número de teléfono de la casa de serviciospara homosexuales, jamás había imaginado el fin que tendría esa jornada. Como de costumbre pidió que le enviaran al “más jovencito” y, como de costumbre, eso habían hecho.
En esta oportunidad, al abrir la puerta, Bruner se había topado de frente con un muchacho de unos 25 años, de cerca de un metro noventa de estatura y ojos claros que brillaban en un rostro de facciones rudas. Justo lo que le gustaba.
Llevaban cerca de dos horas sobre la cama, con las sábanas de seda enredadas en los dedos apretados de Bruner, cuando Esteban Santelices Huerta, el hermano menor del “asesino navideño” le había susurrado al oído las palabras que antecedieron a dos secos y silenciosos disparos en la nuca: “Feliz navidad de parte de mi hermano, querido Justiniano”.
Entre la neblina y las luces difusas de Apoquindo, una silueta silenciosa caminaba lenta, tranquila, satisfecha. Le había enseñado lo que era la justicia al aclamado Justiniano.
Eran cerca de las nueve de la mañana. De un momento a otro el rumor de la llegada de los soldados rebeldes recorrió el barrio. Hacía tres meses que los guerrilleros del Congo estaban saqueando todo cuanto podían para abastecerse; las tropas de la ONU habían comenzado una fuerte persecución y no podían conseguir recursos de otra forma.
Moluku despertó agitado, transpirando como cada amanecer de verano, con los ojos buscando la sombra para acostumbrarse de a poco a la luz que entraba por la ventana de su cuarto. Cuando vio a su madre con una bolsa de ropa en las manos y corriendo hacia la cocina para preparar algo de provisiones, comprendió que nuevamente las cosas marchaban mal. Recién hacía dos semanas que habían encontrado él y su familia una casa donde habitar. No pagaban un alquiler porque pertenecía a un viejo tío de la familia que había muerto a manos de los rebeldes y que les había dicho que podían vivir ahí de ser necesario.
Los gritos en la calle hicieron que el sueño abandonara rápidamente la cabeza del muchacho, para estar alerta ante cualquier cosa. Sus dos hermanas pequeñas lloraban arrinconadas en el baño, y su madre continuaba con su afán de prepararse para huir. Las sombras de la gente que corría por el frente de la casa se dibujaban en un baile sin término y algunas de vez en cuando paraban sólo para caer al suelo, presa de las balas que volaban por todos lados en búsqueda de víctimas.
Cuando ya estaba lista, la madre de Moluku tomó de la mano a sus dos pequeñas y con un saco mediano en la espalda llamó al joven con un grito desesperado, para emprender juntos el escape del lugar. Todos juntos salieron a la luz del día, entre quejidos y cadáveres esparcidos por el suelo. Cientos de amigos miraban a “molu” (como apodaban en muestra de cariño al joven) pidiendo ayuda. Eran los mismos que habían estado con él durante el partido de fútbol que habían ganado el día anterior y que los había confirmado como un equipo, un grupo de personas que se acompañaba en la victoria y la derrota. Los ojos marrones apuntaban a todos lados, mientras de las bocas sanguinolentas el ruido de la muerte llamaba fuerte al cielo.
Todo era un gran desorden. Nadie entendía lo que ocurría, sólo reinaba el pánico en lo que hasta el día antes había sido un barrio tranquilo, al menos por las últimas dos semanas. El llanto de centenares de niños junto a sus muertos llenaba los oídos de quienes aún estaban con vida y el polvo se sumaba al olor de la pólvora y del pelo quemado para crear una cortina de confusión, terror y desconcierto. A lo lejos y por segundos, Moluku pudo ver a un pequeño que con sus ropas hechas trapo se mantenía de pie mirando a todos lados mientras a su alrededor reinaba el caos.
La carrera por salvarse terminó en una bodega ubicada en un pequeño callejón. La madre de Moluku trabajaba ahí cargando sacos de harina, pues el cuartucho pertenecía a la única panadería que había en el sector. Juntos abrieron la puerta de latón que cuando se movió chilló por sus partes oxidadas, como si también sintiera miedo de lo que sucedía. Entraron rápidamente y cerraron tras ellos, para quedar en la oscuridad total, mientras la madre buscaba el viejo interruptor de la bodega.
El ruido seguía afuera y entraba por los hoyos que ya tenía la puerta, para llegar a los oídos de la pequeña familia que rogaba por no ser encontrada. Las manos sudorosas de las hermanas de Moluku se aferraron con fuerza a las de éste, intentando ahogar los gritos que aguardaban atrapados en sus bocas.
El terror y los nervios se apoderaron de Moluku y su madre, cuando una sombra paró justo frente a la vieja puerta y comenzó a repartir órdenes a alguien ubicado más lejos. El corazón del joven no daba más y en su cabeza, los recuerdos del día en que vio cómo su padre caía de un disparo a quemarropa en la cabeza revoloteaban y pasaban una y otra vez por los ojos de su mente.
Recordó los días en que nada de esto sucedía. Aquellas tardes en que su madre preparaba la comida, mientras él y sus amigos jugaban en la calle y su padre conversaba con el viejo Mankwele, el hombre más sabio que había conocido alguna vez Moluku, y que hacía cuatro semanas había sido asesinado también por las tropas rebeldes, por el sólo hecho de querer proteger a una niña de once años a la que los guerrilleros usarían como prostituta hasta que muriera. Recordó también las tardes en que, producto del calor, él y sus amigos soltaban las tuercas de los grifos y se mojaban en ropa interior, bromeando entre ellos y molestando a las muchachas que miraban divertidas al grupo donde había más de un pretendiente.
Todo eso se había acabado. Quedaba nada. Nada más que su madre a un lado y sus dos hermanas llorando en silencio y temblando de terror. Todos los recuerdos de las tardes y noches jugando y riendo, se fundían ahora con el color del miedo y el peso de saber que probablemente ese era su último amanecer.
De un momento a otro, la vieja puerta de latón dio un salto y se abrió de golpe para dejar entrar a dos guerrilleros. Los hombres miraron con agrado los sacos de harina, como dando gracias por haber encontrado tal tesoro y apuntaron sus armas de inmediato al joven que ya estaba frente a ellos, intentando tapar con su escuálido cuerpo a sus dos hermanitas.
Lo que sucedió después fue la eternidad encerrada en cinco minutos. Uno de los hombres golpeó tan fuerte a Moluku que este no pudo hacer nada antes de caer al suelo sin saber siquiera donde estaba. Lo único que sus oídos captaban era que por fin las pequeñas dejaban salir el grito de sus gargantas y que su madre intentaba protegerlas a como diera lugar mientras rogaba entre sollozos que no les hicieran nada a ellas ni a su hijo. Uno de los dos hombres sostuvo con violencia a la mujer por los brazos y la acostó sobre un montón de sacos que había hacia el fondo del cuarto, mientras reía frenéticamente haciendo bromas con su compañero. Con destreza rompió la blusa de la mujer, dejando sus pechos al aire, y le subió la falda para luego penetrarla salvajemente mientras el otro hombre descargaba una seguidilla de golpes con la culata de su rifle en el torso de Moluku.
Una vez listo, el violador tomó a la mujer del pelo, le dio un puñetazo y la lanzó a la calle, para comenzar a amarrar a las niñas que aun no dejaban de llorar. Moluku recuperó de a poco la noción de lo que sucedía y en cosa de segundos se dejó embargar por la furia de saber lo que habían hecho con su madre. Se abalanzó como pudo sobre el hombre que lo había golpeado, pero antes de poder hacer cualquier cosa, una bala le penetró la rodilla para dejarla destrozada y de paso anular cualquier intento de su parte de luchar por la mujer a quien más quería en la vida.
Una vez afuera, el joven y su madre yacían en el suelo mientras uno de los guerrilleros subía a las pequeñas a un camión y las dejaba a cargo de otro hombre a bordo. Hecho esto, ambos guerrilleros se dirigieron a la bodega para sacar la harina, pero Moluku, ya casi sin fuerzas y aturdido por el dolor hizo ademán de incorporarse para volver a actuar, no sin antes haberse dado cuenta de que su madre estaba sin conocimiento.
Con la velocidad del rayo, dos balas y un flash atravesaron el aire para luego dar espacio a un segundo de silencio. Justo cuando un grupo de soldados de las fuerzas de paz entraba en el callejón apuntando a los rebeldes, el cuerpo ya sin vida de Moluku tocaba el suelo y su madre, que había recuperado la conciencia, dejaba salir un grito de dolor y tristeza que acentuaba lo trágico del momento. Las balas de los guerrilleros habían hecho su trabajo y el flash de un fotógrafo a unos cuantos metros, también.
Diez meses después, el cuerpo inerte de Moluku seguía en el callejón, rodeado por los brazos de su madre y por un grupo de soldados que, después de haber acabado con los rebeldes intentaban ayudar a quienes quedaban con vida. Todo eso, toda la tristeza de la madre y el respeto de los soldados que dejaban por unos momentos a la mujer llorar la partida de su hijo, estaba presente en la fotografía captada por el hombre que también capturó el preciso instante en que las balas atravesaron el cuerpo de Moluku. Toda esa tragedia, se resumió en dos fotografías que arrancaron sólo segundos de emoción e impacto en las tranquilas vidas de los asistentes a la nueva edición de la mejor exposición fotográfica que se hacía de forma anual en las principales capitales del mundo.
Terminado el día, diez meses después de aquel momento de pánico y dolor, las luces del salón donde se exponían los trabajos se apagaron y dejaron al joven africano muerto en brazos de su madre, al lado de otras fotografías ganadoras de admiración y reconocimientos. Sin embargo, por sobre todo, más que fotografías, en cada retrato se encerraban historias de todas partes que contaban miles de hechos, como los que alguna vez destruyeron la familia y la vida tranquila de Moluku.
Quizás éste nuevo blog debió ser el primero, pero bueno, aquí está. Espero les guste. Para empezar, el primero de los cuentos será uno que ya tiene años, pero que quiero rescatar.