No tengo idea de cuanto dormí, pero al menos tengo buen humor. Se me hizo un tanto difícil eso sí, entre el ruido y lo incómodo que estaba, me tomó unos cuantos minutos poder pestañear más largo.
Afuera hay un sol gigante al que no sé si quiero salir a ver. Ayer aprendí a tomarle respeto. Tranquilamente me puse a leer sin una sombra cerca y ahora tengo los hombros al rojo, mientras siento más que nunca el peso de la mochila.

Mientras tomaba desayuno, me fijaba en lo relativamente fácil que es identificar el lugar al que pertenecen todos los que pasan por aquí. A medida que los veo u oigo, puedo diferenciar si es que son latinos, europeos, etc. Y claro, la idea es poner atención hasta saber incluso el país del que vienen o al que van. De más está decir que hay algunos totalmente identificables. Los españoles y los argentinos son ejemplo de eso, como también lo son- obviamente- los chilenos.
Hablando de eso, finalmente ayer sí ví a unos chilenos. Supe que lo eran porque no hay otro ser sobre el planeta que hable de "estay" o "cachay". Mientras los veía y me daba cuenta de que eran de los que compran acá lo que no ha llegado al Alto Las Condes, traté, disimulada y estúpidamente- en todo momento lo considero algo estúpido, soy consciente de eso- de que la bandera que amarré a la mochila se viera, que estuviera visible.
Al final, nunca me vieron. Y fue para mejor, porque se trataba de uno de esos choclones de viejas matriarcas joyentas, de las que dan el vuelto en el supermercado y creen saber al dedillo lo que es la sociedad y sus necesidades. De esos choclones con un sólo Patricio Alberto y dos o tres José Antonio; de esos de treinta y pico, oficina tipo departamento y el auto del año comprado a lo más a seis meses, si no menos. El envoltorio característico? Una camisa Polo.
También había un par de Marías Camila, con olor a Institución Teresiana y Zara; cada una con su respectivo "bebé". Ellas no tienen guaguas.
Hago todas estas observaciones de mis económicamente aventajados compatriotas por un detalle. A pesar de muy contadas excepciones, algo que me ha gustado de acá es la cultura de la limpieza que tiene la gente. Llega a tal grado que, efectivamente- a diferencia de Chile- las personas acá botan la basura por separado entre lo reciclable o no y hasta con diferencias en lo que se va a reciclar.
Resulta que los representantes de nuestra criolla oligarquía- mientras los miraba y buscaba alguna mirada de vuelta que viera la bandera- terminaron de comer y, viéndose en la necesidad de partir, se pusieron de pie y se fueron, dejando agrupadas en una de las cinco mesas que ocuparon una ruma de vasos, servilletas arrugadas y platos sucios.
Me dio verguenza. Yo no me afeito hace casi una semana, este es mi segundo día en el aeropuerto, llevo encima la mochila y ando con buzo y camisa; sin embargo fueron ellos, bañados en Polo, apellidos y plata, los que dieron la nota baja.
Casi inconcientemente, escondí un poco la bandera, me puse de pie y fui a botar mis cosas. Creo que voy a fumar, leer al sol y más tarde volver a escribir.
Afuera hay un sol gigante al que no sé si quiero salir a ver. Ayer aprendí a tomarle respeto. Tranquilamente me puse a leer sin una sombra cerca y ahora tengo los hombros al rojo, mientras siento más que nunca el peso de la mochila.

Mientras tomaba desayuno, me fijaba en lo relativamente fácil que es identificar el lugar al que pertenecen todos los que pasan por aquí. A medida que los veo u oigo, puedo diferenciar si es que son latinos, europeos, etc. Y claro, la idea es poner atención hasta saber incluso el país del que vienen o al que van. De más está decir que hay algunos totalmente identificables. Los españoles y los argentinos son ejemplo de eso, como también lo son- obviamente- los chilenos.
Hablando de eso, finalmente ayer sí ví a unos chilenos. Supe que lo eran porque no hay otro ser sobre el planeta que hable de "estay" o "cachay". Mientras los veía y me daba cuenta de que eran de los que compran acá lo que no ha llegado al Alto Las Condes, traté, disimulada y estúpidamente- en todo momento lo considero algo estúpido, soy consciente de eso- de que la bandera que amarré a la mochila se viera, que estuviera visible.
Al final, nunca me vieron. Y fue para mejor, porque se trataba de uno de esos choclones de viejas matriarcas joyentas, de las que dan el vuelto en el supermercado y creen saber al dedillo lo que es la sociedad y sus necesidades. De esos choclones con un sólo Patricio Alberto y dos o tres José Antonio; de esos de treinta y pico, oficina tipo departamento y el auto del año comprado a lo más a seis meses, si no menos. El envoltorio característico? Una camisa Polo.
También había un par de Marías Camila, con olor a Institución Teresiana y Zara; cada una con su respectivo "bebé". Ellas no tienen guaguas.
Hago todas estas observaciones de mis económicamente aventajados compatriotas por un detalle. A pesar de muy contadas excepciones, algo que me ha gustado de acá es la cultura de la limpieza que tiene la gente. Llega a tal grado que, efectivamente- a diferencia de Chile- las personas acá botan la basura por separado entre lo reciclable o no y hasta con diferencias en lo que se va a reciclar.
Resulta que los representantes de nuestra criolla oligarquía- mientras los miraba y buscaba alguna mirada de vuelta que viera la bandera- terminaron de comer y, viéndose en la necesidad de partir, se pusieron de pie y se fueron, dejando agrupadas en una de las cinco mesas que ocuparon una ruma de vasos, servilletas arrugadas y platos sucios.
Me dio verguenza. Yo no me afeito hace casi una semana, este es mi segundo día en el aeropuerto, llevo encima la mochila y ando con buzo y camisa; sin embargo fueron ellos, bañados en Polo, apellidos y plata, los que dieron la nota baja.
Casi inconcientemente, escondí un poco la bandera, me puse de pie y fui a botar mis cosas. Creo que voy a fumar, leer al sol y más tarde volver a escribir.
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